EL FUTURO DE LAS HUMANIDADES EN LA EDUCACIÓN
Lo voy a conseguir, voy a escribir sobre humanidades sin soltar ni un latinajo. Sí, ya sé que así resultaré menos convincente, pero, se lo confieso, me hastían no poco esos lagrimones latinos, a menudo mal traídos, las más de las veces soberbios e inoperantes.
Uno de ellos, en su versión vernácula, dice que no aprendemos para la escuela sino para la vida. Y me parece perfecto. Pero habrá que pensar para qué vida aprendemos, habrá que pensar si no estaremos confundiendo “vida” con “vida laboral”, porque es muy posible que, en la vorágine de este jodido mercado humano que llamamos civilización, demos por hecho que vida y trabajo son una misma cosa, y es posible que así lo estemos transmitiendo a nuestros jóvenes. Me causa cierto desasosiego, que no quiero llamar tristeza, hablar con los estudiantes y descubrir que justifican la elección de unos estudios por el olor del dinero, mejor cuanto más rápido.
La educación instila en los jóvenes la falacia del éxito laboral a toda costa. La mala educación, quiero decir; y con mala educación me refiero a ciertos “agentes” educativos: padres, tutores, orientadores cuyas charletas sobre estudios superiores se limitan en la mayor parte de los casos a hablar sobre salidas profesionales; y yo, que de mí soy pacífico, los escucho y, sin que parezca menosprecio, sonrío: son cantos de sirena para quienes no tienen un mástil al que agarrarse. ¿Y es en esta selva de dinero y gloria donde hemos de hablar de humanidades? Complicado. Pero imprescindible.
La vida de una persona es una compleja obra de arte: si queremos tener posibilidades de éxito con ella hemos de partir del encuadre adecuado; tenemos que centrar nuestra obra, colocar cada figura en su sitio, marcar las líneas maestras, determinar cuáles serán los elementos centrales de la obra y cuáles, sencillamente, no aparecerán. Eso son las humanidades: el encuadre de nuestra propia creación; sin él podemos dar pinceladas más o menos preciosistas, pergeñar trampantojos más o menos espectaculares, pero en ningún caso estaremos haciendo algo que pueda hacer frente a los embates de la fugacidad del tiempo. Por eso considero imprescindible que todos los jóvenes reciban una sólida formación humanística; nuestros titulados en Secundaria y Bachillerato deben alcanzar un conocimiento serio de la cultura clásica, de la filosofía, la historia, las lenguas, el arte del mundo clásico, que es su mundo. A partir de ahí estarán en disposición, no tengo ninguna duda, de completar su gran obra con un estilo propio: habrá quienes sigan los moldes clásicos y habrá quienes los destrocen, pero lo harán de una forma consciente, sabiendo de dónde parten y dónde se encuentran. Mientras nuestras autoridades educativas no entiendan esto, todas las reformas en la enseñanza están condenadas al fracaso.
Bien sé que lo que digo está fuera de tiempo y lugar para la mayoría de la gente. Y si a esto unimos mi escasa afición por el proselitismo, es fácil caer en la tentación de mandar todo a la mierda y ceder al positivismo más ramplón de los últimos tiempos: ya está, nos rendimos, nos rendimos a las valientes hordas de la ciencia; ya no tendréis que estudiar filosofía, arte, historia, latín, griego, ya todos os dedicaréis a aquello que llamáis útil, ya todos seréis los eficientes depositarios de hermosas cuentas corrientes.
Pero es entonces cuando te encuentras con tres o cuatro chicos que, casi a media voz, como quien confiesa un crimen pudendo, te dicen que quieren estudiar humanidades. Y piensas que tienen derecho a ello, y que las autoridades educativas deben permitírselo, porque el progreso es un cúmulo de experiencias y no una balumba de experimentos.
Déjennos estudiar humanidades.
Carlos Cabanillas.
Profesor de Latín y Griego en el IES Santiago Apóstol de Almendralejo.
@ubibene
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